Desde que hemos aprendido a
conjugar el verbo “vacunar” hay una especie de carrera entre los que tienen un gramo
de poder para hacerlo, que si te cruzas con ellos en el momento de tomar
su decisión, te pueden hasta arrollar.
Luego nos quejamos que el
calendario de vacunación se está retrasando con los dimes y diretes de las farmaceúticas. Si todo hubiera ido miel sobre hojuelas en lo programado, a
saber si hubiera quedado algún frasco para ser puesto en el orden autorizado tras la carrera del siglo de los sinvergonzones...
La mayoría de los tertulianos,
en los foros de opinión, se muestran entre sorprendidos y cabreados. En lo de
cabreados les doy la razón, pero en lo de sorprendidos, no, en una España
todavía con olor a cortijo y en el que en las fiestas de los pueblos “la hija de él” se pone por delante, por ejemplo,
a la hora de ser nombrada, “bella” o “reina” del “nosequé”.
En un país en el que todavía
está muy presente el famoso “el que tiene padrino se bautiza”, más de un
obispo, por ejemplo, ha demostrado que tiene más fe en su poder en la tierra,
que en el poder de su Dios, al menos, con respecto a la pandemia. Y que ellos,
esos miembros de la Iglesia con prisas por vacunarse, en lo último que están pensado
es que sus feligreses van en un barco en los que ellos son su capitán y que en
caso de peligro de hundimiento ellos debieran de dar ejemplo de cumplir con las normas que se han establecido, al menos para no ir a su infierno.
Esta pandemia, como cualquier guerra, está sacando lo peor de nosotros. Con el agravante de que los pillados en esta carrera por la vacuna, además se siguen preocupando por su imagen, y nos dan excusas de lo más peregrinas a modo de un Pinocho desaforadamente mentiroso. Es una manera indirecta de demostrarnos cómo ven al resto de los que comparten con ellos el paso por este mundo: Se nos caen los mocos mientras nos chupamos el dedo.
¡De vergüenza!
*FOTOGRAMA: PINOCHO