A todo se hace uno, por eso
cuando se echa la vista atrás, quizás al estar ya acostumbrado a lo que vivió y
a lo que vive, y como los cambios se han ido haciendo paulatinamente, algunas
veces no se es consciente. Pero los días que vamos a comenzar, la Semana Santa,
son un claro ejemplo de ello.
No tiene que ver nada una
Semana Santa de ahora, para el españolito medio, y ahí también incluyo al
católico medio, con la Semana Santa de, por ejemplo, los años sesenta.
Empezando por el hecho de que los únicos que tenían fiesta eran los estudiantes. Mis
padres, por ejemplo, sólo tenían fiesta desde el llamado Jueves Santo al
Domingo de Resurrección.
Si hay una palabra que este
vecino del mundo, entonces un niño, relaciona con esos días es “silencio”. Se
decía silencio de recogimiento, pero en realidad era un silencio que presagiaba
miedo. Miedo a la misma historia que traían implícitos esos días. Una historia
trágica, que por sabida, no dejaba de serlo. Una muerte, que aunque éramos
niños, no escapaba la idea de que era “por nuestra culpa”. Un mucho de
trágico y de inexplicable. Unos hechos que acababan, eso decían, en la gloria.
Pero una gloria rara. Veías claramente la tragedia, pero la gloria y los días buenos
había que creerlos por fe.
Las Semanas Santas de
entonces sabían a limbo, si alguna vez hemos comprendido lo que era “eso”.
Ausencia de cine, de espectáculos de todo tipo, incluidas prácticamente otro
tipo de noticias tanto en periódicos, radio y en la única televisión existente.
El único cine que se
permitía era de historia bíblica, de vida de santos, y hechos cristianizantes.
Y música, mucha música, pero clásica, y sacra a ser posible. Y en la radio, las
mismas voces que se lucían en las célebres novelas, ahora escenificaban la
vida, y muerte, de Jesús de Nazaret.
Todos los años en la televisión
se repetían películas como “Molocai”, “Santa Rosa de Lima”, “Marcelino, pan y
vino” y, especialmente, “La Señora de Fátima”, y muchas películas, que ahora te
das cuenta que aunque eran sobre la vida de Jesús, eran una especie de cine B,
cuya característica en común era que no las habías visto, prácticamente, en
los cines, y que en ningún momento de la historia se le veía la cara a Jesús.
Te pasabas toda la película intentando verle el rostro, pero no había
manera. Una especie de asociación entre rostro, cielo y gloria.
El común del españolito
medio no se iba de vacaciones; como mucho, si podía, dos o tres días a su
pueblo. Y hay una sensación que vista ahora, me recuerda en cierta manera
a las Navidades.
Una característica de las
Navidades, ese sabor a querer cambiar, a tener nuevos hábitos y costumbres, también se sentía entonces. Debido a ese “limbo” comentado anteriormente, era
una sensación a que estabas en una habitación esperando a ser juzgado, y que si salías, siempre
ocurría, libre de cargos, te ibas a portar incluso mejor.
También ayudaba a ese sentimiento
extraño, las procesiones y esa, cuando menos compleja costumbre, pero captada,
sin duda, por los niños, de que los hombres desfilaban por un lado, en fila de
uno en uno, y las mujeres, al final, todas a la vez. Otro signo más, de una diferenciación
entre sexos, que no se explicaba, sino que calaba en un todavía aprendiz ADN.
A este vecino hay algo que
siempre le recordará a Semana Santa, aunque lo coma en cualquier otra época del
año, y son esos barquillos dobles con miel dentro. Uno de esos pequeños vicios
a los que todavía uno no ha renunciado. Una auténtica metáfora en sí mismos. Esa
sensación de alcanzar la gloria, cuya antesala siempre ha sido la Semana Santa, y que cuando vas a llegar a
ella, a la gloria, se resquebraja y desaparece. Promesas que siempre quedarán
en eso, en promesas.
Aquellas personas que no
hayan vivido esa época, un franquismo tardío, donde la Iglesia tenía a un más
poder, y juzgaba con mano firme, especialmente al pobre y nada poderoso, seguro
que no me comprenderá. Los demás, no hará falta que lo recuerden, porque eso es
un traje que siempre se lleva puesto, y no hay manera de quitárselo, una
especie de “traje-cebolla”, del que te vas quitando capas, pero siempre queda
algo. Ese aroma de culpa, de que has hecho algo malo, y si no, lo has pensado.
Porque a Dios no se le puede engañar. Recuerda, está en todas partes. Una
especie de Hacienda, con el mismo oscurantismo, pero con rosario acuestas, y
penas para toda le eternidad.
*FOTO: DE LA RED