En estos días
torrevejenses este vecino del mundo intenta evadirse de la actualidad diaria,
lo mínimo para no alejarse de la realidad y sin excederse para que no aumente
su ritmo cardiaco.
Ayer por la noche
paseando en soledad, o más concretamente, hablando consigo mismo, este vecino,
mientras se dirigía al faro del puerto, por una construcción de madera y
hierro, iba pensando en la cantidad de amigos y familiares que tiene, nacidos en Agosto, muchos de ellos Leo
practicantes, y muy practicantes.
Mirando las estrellas
y la casi perfecta luna llena, a este vecino seguro que se le insinuaba una
sonrisa en la cara, mientras pensaba que el invierno siempre es muy duro y
conviene estrechar lazos, por aquello del calor humano.
Los destellos de la
luz, jugando con un mar en calma tan solo roto por algún atisbo de contados barcos
pesqueros, le llevó al vecino a esos inviernos donostiarras de grises azulados
costeros, enmarcados por un frío de abrigo con cuello alzado y narices rojas.
Quizás un paisaje
marino te lleve inevitablemente a otro, libre de acentos y costumbres. La
pregunta quizás puede ser ¿lo que nos gusta, en realidad, es el paisaje, o
precisamente esa mezcla de paisaje y paisanaje?
Y es que “la banda
sonora” siempre es muy importante. Los azules y los grises siempre son más
entrañables con una leve insinuación a lo lejos de cualquier canción, en el
caso del vecino, de Benito Lertxundi. Este vecino no habla euskera, pero para
ciertas cosas, no hace falta entender, sino solo sentir, y el candor de la voz
del Señor Lertxundi puede servir de faro, teniendo en cuenta que el vecino se
dirigía a uno, en cualquier momento desalentado de motivación, y frío de
sentimientos, en un invierno crudo de soledades.
El vecino se acordaba
ahora del misterio que siguió a la primera vez que llegó junto al faro de
Torrevieja, a uno de ellos, al más asequible llegando desde donde se encuentra
un remolino de gente y aparatos feriales con olor a churros y gofre.
Aquella noche de
agosto, de otro verano de hace más de diez años, al llegar al faro, y mirar al
frente, divisó unas luces, como pequeñas luciérnagas azuladas eléctricas que no
paraban de vibrar. No se podía saber si estaban lejos o cerca, solo estaban.
Tras mil un teorías,
incluidas algunas paranormales, y cuando ya el vecino se batía en retirada
entre intrigado y temeroso, se dio cuenta de que debajo del faro, y del vecino
naturalmente, y protegidos tras numerosas rocas, se encontraban una docena de
pescadores con sus cañas en ristre, y eran éstas las que tenían unas pequeñas
franjas de colores eléctricos, se supone que para detectar su posición
nocturna, las que le habían estado intrigando al vecino. Y aquella noche
aprendí, el vecino aprendió, ya que no lo había hecho antes, de que cuando se
crea un poco de magia en nuestras vidas, es mejor dejarlo así, y disfrutar, sin intentar buscar explicaciones, que a la
postre seguro que no te van a hacer más feliz.
*FOTO: F.E.PEREZ RUIZ-POVEDA