Se había llamado Modesto, y como la mayoría de las cosas en su vida, ese nombre no lo había elegido él.
Acababa de abandonar la tierra, siguiendo esa luz detrás del túnel, aunque no recordaba el cómo, aunque imaginaba el por qué: se había debido de morir. No recordaba su final, quizás fuera mejor así, pero sí el resto de su vida. Una vida gris acorde, tal vez, con su nombre.
Acababa de abandonar la tierra, siguiendo esa luz detrás del túnel, aunque no recordaba el cómo, aunque imaginaba el por qué: se había debido de morir. No recordaba su final, quizás fuera mejor así, pero sí el resto de su vida. Una vida gris acorde, tal vez, con su nombre.
En realidad había llegado tarde a todo, porque a medida que iba estudiando, por ejemplo, siempre le tocó el último año del plan anterior pergeñado por el gobierno de turno.
En los sesenta, en las escuelas no existía lo que ahora se conoce como bullying o acoso escolar, pero compañeros de clase te matoneaban. A él le matoneó otro alumno durante dos años. Luego no es que se cansara el matón, sino que era más bien de mente cortita, y no pudo seguir con los estudios.
Modesto, siempre había sido más bien raro porque ni jugaba a fútbol en el patio del colegio, ni entendía de fútbol, que era prácticamente de lo único que se hablaba en el recreo.
Ya de mayor se puede decir que no se echó novia, sino que ella le echó la caña a él. Con el tiempo, ya casados, los dos se dieron cuenta de que quizás eso había sido un error, pero, en fin, él prefería tragar e intentar esquivar el mal carácter, que con el tiempo había aparecido en ella, incluso antes de que hubieran tenido ese hijo, que visto lo visto, era su único punto de unión.
Quizás si hubiera sido mujer, le hubieran aconsejado, que demandara a su marido por violencia de género, pero como era hombre, los que él pensaba que eran sus amigos le llamaban “calzonazos”.
La verdad es que en su vida se había comportado como un avestruz intentado no ver los problemas, como cuando con él tiempo descubrió por casualidad, en unos análisis de su hijo, que por avatares de la vida, por decirlo de alguna manera suave, ni su mujer ni él mismo coincidían con ese tipo de sangre.
Lo último, ahora que recordaba, ese afán de su mujer porque hiciera un seguro de vida, “por si acaso, porque nunca se sabe” como le había dicho más de una vez para intentar convencerle. Y le convenció, y ahora estaba allí.
Fuera lo que fuera, el caso es que estaba en la antesala del cielo y del infierno. Había dos puertas, como en el antiguo programa del “Un, dos, tres”, y una le llevaría al equivalente del piso en Torrevieja, osea al cielo, y la otra al infierno. Él sabía que no estaba acostumbrado a elegir, de hecho no lo había hecho nunca, y ahora, de su decisión dependía toda su eternidad...
*DIBUJO: DE LA RED