Doce del mediodía del Día del Padre, y todavía nadie de mi entorno ha reparado en que yo lo soy.
Recuerdo esa frase de que "siempre se sabe quién es la madre, pero no el padre", y prefiero no decir nada por aquello de no recibir sorpresas a destiempo. Sin embargo, no puedo ocultar la certeza de que ésto aplicado al Día de la Madre no hubiera ocurrido nunca. Al menos desde aquella vez en que hubo bronca y morros de entrantes, de segundo plato, y postre. Y eso, sin reparar en lo duro que estaba el sofá por las noches...
Porque, claro, los hijos son de los dos, pero en un tan flagrante fallo la culpa siempre, y en una proporción mayúscula, es del padre por no haber preparado el terreno para que los hijos se acordaran, tanto del día como del regalo.
Ya me lo estoy viendo venir. Al final, y tratando de disculparse, me dirán eso tan manido de que en realidad es solo algo "inventado" por "las grandes superficies". Así, en plural, para que las responsabilidades se diluyan en el anonimato...
No tiene nada que ver, pero convendrá ir pensando en hacer testamento, y enterándome de que, como ahora ha cambiado la legislación, si puedo dejar "mis cosas" sin guiarme por meros vínculos de sangre, que a la postre parecen no importar en demasía.
En estos momentos, y no es por casualidad, recuerdo una conversación con Michael Robinson en el programa "La ventana", de la Cadena Ser, del cual es él colaborador todos los lunes, y que hace no demasiado tiempo contaba a los oyentes, que el sigue siendo inglés por cuestiones de "testamento", ya que un británico puede dejar su herencia a quien él quiera, sin vínculos de sangre. Y aprovechando su ironía habitual, dijo que, y son palabras textuales: quiero que mis hijos me quieran, y mucho.
Me parece que a partir de hoy va a quedar inaugurado un nuevo síndrome: El síndrome Robinson, y este vecino del mundo ya es un sufridor declarado, y crónico.
*FOTO: DE LA RED
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