En algún sitio leí que no se debe de volver al lugar en el que se fue feliz porque es la manera de
comenzar a perderlo todo. Incluso, y ésto ya es de mi propia cosecha, a la felicidad
le vienen bien los grandes espacios, y el paso del tiempo para aderezarlo con
atrezo de nuestra propia cosecha.
Prohibido primerísimos primeros planos,
porque como mínimo las patas de gallo de los recuerdos nos hablarán de tiempos
pretéritos donde el futuro se teñía de posibilidades, y el deseo aprendía a dar
sus primeros pasos.
Quizás, el retorno puede
ser como intentar leer el libro de
nuestras vidas dos veces. Como Superman intentando que la tierra gire en
dirección contraria para borrar la muerte de su amada. Y ninguna vida resiste a una segunda lectura, porque a buen seguro cambiará, y es más que probable que
perderemos en el cambio, porque siempre gana la banca, aunque sea la del
recuerdo.
El ayer está lleno de nidos
de bonitos recuerdos dormidos o sonámbulos. Recuerdos con pedigrí, que si
vuelves a Shangri-La, es más que probable que acabes con ellos. Porque los
recuerdos son como camaleones de porcelana del ayer, que se depositan en
cualquier lugar, se mimetizan con el paisaje, pero son más que eso. Y si
vuelves al Shangri-La de tus recuerdos es más que probable que perezcan rotos
en mil añicos (como bolas de un árbol navideño olvidado en el mismo momento de
nacer) por las pisadas de la realidad.
Los recuerdos siempre
merecen ser mirados desde el retrovisor de la vida, pero con la vista en la forja
donde el futuro hecho cerámica se hornea y se convierte en mil formas de un siempre frágil
presente. Ayudan a que el presente sea soportable, pero no se puede vivir de
ellos, solo sirven de anestesia a un dolor que está en nuestro ADN, y que nos
hace distinguir lo verdadero de los sueños.
*ILUSTRACIÓN: DE LA RED