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martes, 6 de agosto de 2013

FIEBRE VERANIEGA (I)

Como si en una opinión de fin de siglo, pero no del XX, sino del XIX, diríamos que el verano, y concretamente vacaciones, es una época en la que se relajan las costumbres, y hacemos cosas, tenemos conductas, que no son de recibo el resto del año.
Mientras estamos todo el año intentando vestirnos, al menos para pasar desapercibidos, y en el mejor de los casos para marcar tendencias, el único objetivo que buscamos en vacaciones es, como se diría en mi pueblo, no dar ni clavo, y en nuestra vestimenta eso se reduce a ponernos la menor cantidad de ropa posible, y en la que el gusto, en la poca ropa que queda, hace mucho que se fue, si es que alguna vez estuvo.
A los hombres nos da por ponernos viseras y sombreros que nunca entendieron de reglas de moda, y que el único requisito para ponernoslo es que es barato, o que nos lo compramos en un baratillo, y por eso pensamos también que es barato.
Mención aparte merece aquel listo, porque ellas normalmente no caen en ésto, para el que ir cómodo, significa ponerse ropa varias tallas más grande, para que no roce al andar, en la cantidad de paseos previstos, y que al final se van anulando por escusas varias, aunque realmente sabemos que lo único que ocurre, es que no le apetece moverse. Y además, aprovecha para recopilar sobre su cuerpo, todo tipo de prendas que le han regalado como promoción en los lugares en que acostumbra a entrar el resto del año, y que normalmente, no son museos, como no sea el de la vid, y se traducen en camisetas, chandal, calentadores, cintas para la frente, con los nombres de su bebida favorita. Es una pena que esos bares de lucecitas, que normalmente están a las afueras de los pueblos, no se decidan todavía a promocionarse con camisetas, o similares, con el logotipo de su empresa, porque entonces ya tendríamos sobre el cuerpo del atolondrado, y en el fondo inocente hasta decir basta, la radiografía de sus vicios y pecados, que serán paseados durante todo el verano para escarnio propio, sin además darse cuenta de ello. Cuanta razón tiene ese dicho de que en el pecado está la penitencia.
Pero la fiebre veraniega también se extiende a nuestro nido de esos días.
Si se alquila un piso durante una o dos semanas, enseguida se vuelve un lugar donde todo gira en bañarse y en ponerse moreno, aprovechando los rayos del sol las veinticuatro horas del día.
Hay comunidades de vecinos, en lugares de veraneo, que se transforman, con respecto al resto del año, como el día y la noche, y los balcones y terrazas se convierten en verdaderos museos al mal gusto, y en el que “estar cómodos” se traduce en todo tipo de artilugios, presuntamente veraniegos, reunidos en unos cinco metros cuadrados, y que si tienes un niño pequeño, y está llorando, tardas unos diez minutos en encontrarlo detrás de un salvavidas varias tallas más grande que el niño en cuestión, para que le sirva, cuando menos, los próximos tres años.
También es de comentar la fiebre romántico-trascendental que nos entra en las noches de verano, y que queremos organizar cenas a la luz de la vela en los cinco metros cuadrados de terraza que tenemos, para poder observar las estrellas, y lo único que conseguimos es ver al vecino de enfrente, durante una ceremonia similar. Y para que no se diga que este vecino solo critica a los demás, confesaré que este deseo de cena con velas en terraza solitaria, se creó en mi mente, como consecuencia de mi amor por el cine, y tras ver aquella espléndida película que fue “La chica del adiós”
Como se me han quedado muchas cosas en el tintero, amenazo con volver, ya que el verano recalca, quizás más que las otras estaciones, nuestros defectos y virtudes, aunque más de una vez, estas últimas solo queden en una leyenda urbana.

*FOTO: F.E. PEREZ RUIZ-POVEDA