Como
si en una opinión de fin de siglo, pero no del XX, sino del XIX,
diríamos
que el
verano, y concretamente vacaciones, es una época en la que se
relajan las costumbres,
y hacemos cosas, tenemos conductas, que no son de recibo el resto del
año.
Mientras
estamos todo el año intentando vestirnos, al menos para pasar
desapercibidos, y en el mejor de los casos para marcar
tendencias,
el único objetivo que buscamos en vacaciones es, como se diría en
mi pueblo, no
dar ni clavo,
y en nuestra vestimenta eso se reduce a ponernos la menor cantidad de
ropa posible, y en la que el gusto, en la poca ropa que queda, hace
mucho que se fue, si es que alguna vez estuvo.
A
los hombres nos da por ponernos viseras y sombreros que nunca
entendieron de reglas de moda, y que el único requisito para
ponernoslo es que es barato, o que nos lo compramos en un baratillo,
y por eso pensamos también que es barato.
Mención
aparte merece aquel listo, porque ellas normalmente no caen en ésto,
para el que ir
cómodo,
significa ponerse ropa varias tallas más grande, para que no roce al
andar, en la cantidad de paseos previstos, y que al final se van
anulando por escusas varias, aunque realmente sabemos que lo único
que ocurre, es que no le apetece moverse. Y además, aprovecha
para recopilar sobre su cuerpo, todo tipo de prendas que le han
regalado como promoción en los lugares en que acostumbra a entrar
el resto del año, y que normalmente, no son museos, como no sea el
de la vid, y se traducen en camisetas, chandal, calentadores, cintas
para la frente, con los nombres de su bebida favorita. Es una pena
que esos bares de lucecitas, que normalmente están a las afueras de
los pueblos, no se decidan todavía a promocionarse con camisetas, o
similares, con el logotipo de su empresa, porque entonces ya
tendríamos sobre el cuerpo del atolondrado, y en el fondo inocente
hasta decir basta, la radiografía de sus vicios y pecados, que serán
paseados durante todo el verano para escarnio propio, sin además
darse cuenta de ello. Cuanta razón tiene ese dicho de que
en el pecado está la penitencia.
Pero
la fiebre
veraniega también
se extiende a nuestro nido
de esos días.
Si
se alquila un piso durante una o dos semanas, enseguida se vuelve un
lugar donde todo gira en bañarse y en ponerse moreno, aprovechando
los rayos del sol las veinticuatro horas del día.
Hay
comunidades de vecinos, en lugares de veraneo, que se transforman,
con respecto al resto del año, como el día y la noche, y los
balcones y terrazas se convierten en verdaderos museos al mal gusto,
y en el que “estar cómodos” se traduce en todo tipo de
artilugios, presuntamente veraniegos, reunidos en unos cinco metros
cuadrados, y que si tienes un niño pequeño, y está llorando,
tardas unos diez minutos en encontrarlo detrás de un salvavidas
varias tallas más grande que el niño en cuestión, para que le
sirva, cuando menos, los próximos tres años.
También
es de comentar la fiebre romántico-trascendental que nos entra en
las noches de verano, y que queremos organizar cenas a la luz de la
vela en los cinco metros cuadrados de terraza que tenemos, para
poder observar las estrellas, y lo único que conseguimos es ver al
vecino de enfrente, durante una ceremonia similar. Y para que no se
diga que este vecino solo critica a los demás, confesaré que este
deseo de cena con velas en terraza solitaria, se creó en mi mente,
como consecuencia de mi amor por el cine, y tras ver aquella
espléndida película que fue “La chica del adiós”
Como
se me han quedado muchas cosas en el tintero, amenazo con volver, ya
que el verano recalca, quizás más que las otras estaciones,
nuestros defectos y virtudes, aunque más de una vez, estas últimas
solo queden en una leyenda urbana.
*FOTO: F.E. PEREZ RUIZ-POVEDA