A estas horas, los aledaños de la bahía de la Concha, y puerto, estarán abarrotados, como todos los años para las regatas.
A mí los dos domingos de regatas me retrotraen a mi niñez.
Como niño de la Guipúzcoa de interior, el día de regatas suponía, siempre que se pudiera, echar la casa por la ventana, y pasar el día en la capital.
De niño uno no controla bien los tiempos, y montarse en esos trenes, desde Elgóibar a Donosti, era ya toda una larga aventura, pues te podías pasar, al menos, parte del viaje de pie, intentando estar cerca de alguna ventanilla para sentir el aire en la cara, y ahuyentar el fantasma del mareo.
Venir a la capital suponía, venir vestido de domingo, con niqui de colores, y el aitá con camisa blanca de cuello duro, corbata, y chaqueta. Subir en el funicular a Igueldo, y ver desde allí, las regatas, aquellas hormigas de colores.
Gente en todas las atracciones, y había que elegir en cual montarse, pues no se podía en todas, aunque el laberinto, y la entonces llamada montaña rusa eran obligatorias siempre.
Como era obligatorio, ya en la parte vieja, entrar en una sauna abarrotada llamada “Casa Alcalde” para comer un bocadillo de jamón serrano, y en mi caso un Kas naranja.
La comida a la carta procurábamos que fuera siempre en el mismo sitio. Un restaurante al que se entra por la Calle 31 de Agosto, y que toca al Museo de San Telmo, y que se cerraba a modo de falso techo con un toldo verde.
Los menús en aquella época siempre eran de sopa, dos platos y postre.
Por aquello de venir a la capital, yo siempre intentaba que mi madre me pidiera, algo tan exótico para mi como unos chipirones en su tinta, y para terminar, a modo de broche de oro, un helado de chocolate.
Analizándome ahora, ¡qué fijación tenía con los productos para comer de color oscuro!.
También se puede explicar en cierta manera, lo poco que me gustan las aglomeraciones, y es que pensándolo bien, ese día era de aglomeración total, pues todos teníamos las mismas costumbres en el mismo momento.
Además, mucha gente igual ya no se hace a la idea, pero venir desde
Elgóibar a Donosti, en aquellos trenes de madera, que se pudieran haber utilizado en cualquier película de vaqueros, bien supondría tranquilamente unas dos horas y media de viaje.
Por eso en parte ir a la capital para un niño a comienzos de los sesenta, sonaba a aventura, gente, mucha gente, y a reiterados ”ten cuidado y no te pierdas”.
Resumiendo, en días de regata, a mí normalmente no me encontraréis cerca de la bahía porque me entrarían sudores y alguna otra lagrimita.
Espero que me entendáis.
*FOTO: DE LA RED