Era la quinta vez que había llamado a esa puerta y
seguía sin tener suerte.
Su amigo Luis, el adivino, le había dicho hace dos días, al echarle las cartas, que en esa dirección, iba a encontrar su felicidad.
Su amigo Luis, el adivino, le había dicho hace dos días, al echarle las cartas, que en esa dirección, iba a encontrar su felicidad.
Él no le había creído en ningún momento, ni
siquiera esa misma mañana al levantarse se hubiera imaginado que tan solo unas horas después, como
guiado por una extraña sensación, se iba a dirigir a aquella calle, tan lejana
a la que él vivía, y llamado a la puerta, con una burda excusa, para comprobar
quién vivía allí.
Una mujer morena, de ojos azules y expresión dulce
apareció a los pocos segundos. Desde que se vieron, ninguno de los dos apartó
los ojos del otro. De hecho, Luis ni siquiera podía recordar la excusa que
había puesto, solo recordaba que tras despedirse de ella, en el umbral, del que
no se había movido, le había vuelto a llamar, para, armándose de valor, intentar quedar con ella, y
ya no había tenido suerte.
Cada una de las cuatro veces posteriores, no es
que la persona que le abría la puerta era diferente, sino que el mismo pasillo
que se veía desde la puerta lo era. Era algo así como viajar sin moverse del
sitio.
No podía pensar, porque la situación se le
escapaba, pero tenía claro que no iba a volver a llamar, porque al hacerlo,
parece que la imagen que tenía de ella se iba diluyendo poco a poco.
Como siempre hacía cuando no lograba encontrar la
solución a algo, decidió dejarlo por el momento, y cogió el mismo autobús rojo
que le había traído hasta allí.
Siempre que no daba con la respuesta a algo,
decidía parar y pensar en otra cosa, y como por arte de magia, algunas veces
más tarde que otras, encontraba la respuesta, o incluso, había situaciones en que estaba
convencido, que ésta, la solución, le encontraba a él.
Intentando recordarla, el autobús,
que no llevaba mucha gente en ese momento, paró delante de un paso cebra.
De pronto, vio a aquella mujer, la de la primera puerta, que comenzaba
a pisar por las rayas blancas. Sin embargo, algo le hizo darse cuenta, de que
en los pocos minutos que habían pasado, la mujer parecía más madura, como si en
lugar de minutos hubieran pasado algunos años. Iba sonriendo mientras agarraba
a dos niños, y por un momento le pareció que sus miradas se cruzaban. Fue entonces
cuando se dio cuenta de que iban con un hombre cuya figura se le hizo conocida al
principio, aunque tardó en comprender, porque no podía ser. Era él mismo,
aunque con canas en las sienes, quien les acompañaba.
Por un momento pensó que estaba soñando, pero
desgraciadamente al llegar a su casa, estaba tan solo como siempre. De qué le servía
saber que en un futuro encontraría su felicidad, si en ese momento era el
hombre más infeliz del mundo; y lo que es peor, y además, incomprensiblemente, celoso
de sí mismo.
*FOTO: DE LA RED