Por primera vez desde hace mucho tiempo se ha dado el caso de que el programa de máximo audiencia en la televisión en España sea un programa de la tarde, sin ser un evento deportivo, y no en algún horario considerado como prime time en la noche.
Es Amar en tiempos revueltos, o las aventuras de Manolita, Marcelino y Pelayo, propietarios de El asturiano, una tasca en un barrio de Madrid, del año 1957. Se da la paradoja de que aún siendo ellos el eje de la serie, no son en realidad los protagonistas de la trama, sino solo personajes secundarios.
Esta es la séptima temporada, y cada año, poco antes del nuevo curso escolar, a mediados de agosto, se resuelven las viejas tramas, y aparecen nuevos personajes con nuevos problemas.
Entre trama y trama se da un repaso a las vicisitudes de toda una época a la que algunos acabábamos de llegar, y otros solo conocen de oídas, pero tras el paso del tiempo es una mirada un tanto romántica y cariñosa, plagada de buenas interpretaciones, en la que tal vez los mismos guionistas nos hacen una serie de guiños, dándonos a entender que quizás parte de lo perdido, con la crisis puede volver, y que después de todo aquello, nada es tan malo ni tan bueno.
Quizás es un reflejo de la cantidad de gente que tiene tiempo a esas horas de la tarde para ver la televisión porque está en el paro, y parada, dicho ésto para contemplar las diferencias que hace ya unos años, los mismos políticos querían plantear para acortar las listas del paro, que hoy en día no se pueden aligerar ni con trucos del lenguaje.
Pelayo, el abuelo de la familia, aún dentro de su realismo demoledor, utiliza el lenguaje para vestir ese dramatismo de una ironía que como mínimo te hace afrontar la realidad con una sonrisa.
Manolita es una luchadora, sobreviviente de cualquier problema, no puede aguantar una injusticia si es que puede evitarlo, mientras tiene que tirar de su marido, Marcelino, todo bondad y con un punto infantil en su mirada.
Los que tuvieron la idea de esta serie, quizás en el momento de concebirla no se imaginaron que la gente ahora la vería con ojos diferentes a cuando comenzó, hace ya siete años. Y es que en esos años hemos pasado de las vacas gordas, a que casi no queden ni vacas famélicas.
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