Y parece que fue ayer cuando jugaba a ser mayor, cuando
los días eran interminables, cada momento una aventura. No entendía la seriedad
de los mayores, ni sus códigos, ni que detrás de un adulto se escondiera un
niño jubilado.
Y parece que fue ayer, y ya he olvidado el no querer ser
como mis padres, mayores y serios, el anteponer el juicio por encima del corazón.
En un armario han quedado colgados aquellos sueños que
fueron mi piel. Y es que la vida te va pelando como a una cebolla, quitando la
inocencia que era tu ley. Los años te han enseñado a preguntar el por qué, el interesarte por el destino antes de comenzar
el viaje, el intentar ver lo que viene detrás de la curva antes de tomarla, la
respuesta antes del problema.
El futuro era ser mayor, venir de la mili, y mientras,
aprendías a escribir con pluma sobre renglones marcados, a dejar tu marca en el
pupitre de madera. Y todas las tardes eran merienda de pan con nata y
radionovela al fondo.
No importaba el ayer, porque estabas convencido de que
habría muchos, y el mañana quedaba muy lejano, casi tanto como el final del curso.
En el mundo de los niños solo había dos estaciones, el colegio y el
verano. La primera estación, llena de preguntas sin respuesta y regla en la
mano, duraba mucho más que aquellos días en la playa o jugando a fútbol. Días
de niños, o de niñas, pero siempre separados.
Domingos de misa mayor, de pelo con agua y raya, con ropa
de día de fiesta, y de colección de cromos pegados con harina. Domingos de
sesión infantil en el cine para los niños, y de bailables en la plaza para los mayores.
Recuerdos de ayer vistos desde la acera del hoy. El
mañana nunca llega, porque siempre es hoy o el recuerdo del presente caducado.
Y parece que fue ayer, y en el fondo sigo siendo un niño
jugando a ser mi padre, mayor y serio.
*FOTOGRAMA: DE LA PELÍCULA "LOS CUATROCIENTOS GOLPES", DE FRANÇOIS TRUFFAUT