Cuando todo esto del confinamiento termine, que lo hará
pero no con la premura que ya muchos vaticinan, tendremos que pagar, o
deberíamos de pagar, por aquello de ser solidarios, y comprar las canciones o
relatos que se escribieron durante la época en que, a la postre, nos tuvimos
que proteger de nosotros mismos.
Y ya sabremos más cosas. Conoceremos a los vecinos. Con
quienes habíamos compartido vivienda durante años, pero que como andamos, o andábamos
antes del confinamiento, como locos, y nunca nos habíamos parado, ahí esta la clave,
ni siquiera a saludarnos, descubriremos que el quinto A, por ejemplo, es algo más
que un piso.
Ya debe de haber niños, muy pequeños todavía, en el que para
ellos parte de la ceremonia de la vida consiste en salir a las ocho de la noche
al balcón y saludarse unos a otros, mientras más de uno hace lo que puede, lo
que sabe, y su vergüenza le permite, desde la libertad de su balcón. Como cantar
o tocar un instrumento. Y esta costumbre ya estaría bien no olvidarla nunca.
He leído y oído por ahí que el Gobierno vasco, en nuestro caso,
porque dependerá de cada autonomía, se va a poner las pilas y a partir del
martes, para los que ya podrán salir a trabajar, van a poner puntos de acceso
en estaciones de tren y bus en los que la gente podrá recoger sus mascarillas.
¡Ver para creer! Y eso que, como ya sabéis desde hace un
tiempo este vecino ve la mitad, y por lo tanto debería de creer la mitad
también. Y ni por esas. En España, os recuerdo, se creó la famosa “picaresca”,
y no es cuestión de ayer, sino de siglos y siglos hasta incrustarse en nuestro
mismísimo ADN.
Como mínimo de males, las mascarillas desechables, de una
puesta y tirarla, las reconvertiremos en quincenales. Y sino, al
tiempo. Lo nuestro, desgraciadamente, no se cambia ni con una pandemia, ni con
un confinamiento a perpetuidad.
*FOTO: DE LA RED