martes, 23 de diciembre de 2014

EL CUENTO DEL BIEN INFORMADO

Tenía el extraño hábito de estar bien informado. Lo leía absolutamente todo. Antes de cruzar un puente, por ejemplo, era capaz de leer todo tipo de letreros y señales al respecto, reflexionando después, y deglutiendo cada orden o sugerencia.
De joven incluso, le había pasado durante algún escarceo amoroso, abrir una caja de preservativos y leerse el prospecto de cabo a rabo (en este caso no va con segundas), con tanta intensidad que al ir a colocárselo según todo tipo de recomendaciones, la joven en cuestión se lo había pensado mejor, o simplemente se lo había pensado, y ya no estaba.
Él no le daba importancia a esas cosas, porque estaba convencido de que la persona que le quisiera, lo iba a hacer por lo que era, y simplemente a él le gustaba algo tan simple, aunque para muchos complejo, como es estar bien informado.
Se informaba de todo, de la luz, de la sombra, de la oscuridad, de la vida, de la muerte, del ruido, del silencio.
Leía tanto que se olvidó, como decía aquella vieja canción, de vivir; mucha teoría y nada de práctica, porque la práctica no se enseña en los libros.
Una noche, una voz en sueños, o al menos eso pensó él al despertarse, le dijo que si seguía así iba a ser uno de los más listos del cementerio. ¿Y qué hizo? Aquello había sido una especie de advertencia que en realidad debería de ser considerada como un punto y aparte en su vida.
Tras devorar varios libros sobre el futuro y el destino, un buen día tomó una determinación. Consiguió, a eso le ayudó mucho internet, las listas de todos los que estaban enterrados en el cementerio al que, más que ir, le llevarían cuando llegara lo inevitable. Se informó de cada una de las vidas de los que ya la habían perdido, y tras años de esquemas y comparativas, llegó a la conclusión de que no había nadie tan informado como él.
Ya podía contestar a aquella supuesta voz que una noche, ya lejana, creyó oír mientras dormía. No sería uno de los más listos del cementerio, sino el más listo. Sería el primero en algo. Otra cosa era vivir su propia vida y tomar las decisiones correctas. Pero, para aquello, vivir la vida, ni había un libro de instrucciones, ni tenía la confianza necesaria  con nadie para dejarse aconsejar. Y, por cierto ¿quién hubiera podido hacerlo, aconsejarle, si él siempre había sido el más informado?
Un buen día, muchos años después, cayó en la cuenta de que junto con la lectura había practicado sin darse cuenta, el juego de la soledad, y quizás ya fuera tarde para rectificar, y vivir su propia vida y no la de los demás. Pero también había leído mucho sobre “segundas oportunidades” y la famosa frase española de que  “a la oportunidad la pintan calva”. Y allí estaba él, pensando ante el espejo, bien calvo. 
Él era su propia oportunidad y su libro por escribir.
Tras la ventana de la sala, oyó las voces de unos niños cantando un villancico. Ni se había dado cuenta de que era Navidad. Y por un momento se acordó de aquel libro de Dickens en el que el protagonista  había visto su propio entierro, y no le gustó la perspectiva, aunque ya sabía seguro, que hubiera sido el más listo del cementerio.
Y abrió la puerta de su casa, y como si hubiera alguien enfrente suyo solo dijo ”hola”; hablaba con la vida a la que había ignorado hasta entonces.
Tras él, y siempre mirando al frente, cerró la puerta, como si terminara una gran etapa en su vida, con determinación, con fuerza, como no queriendo arrepentirse; mientras, dentro, se desprendieron de las estanterías unos cuantos libros que ya nunca más ordenaría.

*ILUSTRACIÓN: DE LA RED

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