El
otro día estaba con unos amigos arreglando el mundo con nuestra
cháchara, y ya los temas se iban diluyendo cuando se me ocurrió
decir con una cara muy seria, que
a mi no me gusta ver una película porno empezada porque luego no se
de qué va.
Aunque
mis amigos ya me conocen, y saben que de vez en cuando, como ellos
dicen, digo cosas raras, al principio hubo unos segundos de silencio
total, y para facilitar la transición comenté que eso lo había
dicho Woody Allen. Como ya lo esperaba, comenzaron a reírse mientras
exclamaban: ¡Qué bueno!
Recordando
esa escena desde mi atalaya, he estado meditando sobre en qué
momento una persona es reconocida en lo que hace.
Me
explico, el otro día por ejemplo estuve viendo una exposición de
pintura de Fernando Botero en Bilbao. Me gustó mucho, pero me hizo
pensar sobre en qué momento se le reconoce a un artista como tal,
que lo que hace es verdaderamente arte. Como nadie es profeta
en su tierra, cuando era joven, algún familiar o conocido suyo
seguro que pensó que aquel joven no iba a llegar a ningún sitio,
porque pintaba todo exageradamente grande y de la misma manera.
Incluso, más de una mujer pudo pensar que les estaba ridiculizando.
Eso
sin mencionar que hay escenas religiosas en que a un Cristo
crucificado le sobran muchísimos kilos, y en donde la palabra
“irreverente” seguro que ronda la mente de muchos visitantes.
Por
otro lado, cuando un artista ya está considerado, también se puede
plantear hasta dónde el artista puede llegar, sin pasarse. Hasta
dónde llega el arte, y dónde empieza la tomadura de pelo.
Recuerdo
que hace unos diez años visité el Museo Guggenheim de Bilbao, y
había una escultura presentada como “escultura en movimiento”, y
eran un montón de caramelos depositados en el suelo, se especificaba
la marca de caramelos porque además subvencionaba la exposición de
la citada obra, y en la que el espectador podía ir cogiendo
caramelos de uno en uno, y eso hacía naturalmente cambiar la forma
de la presunta escultura.
Ese
mismo día y en otra misma sala, el pintor americano, y también
director de cine, Julian Schnabel, presentaba dos lienzos del tamaño
de una pantalla de cine aproximadamente cada uno. En realidad cada
uno de ellos constaba de muy pocos brochazos, pues eran de trazo
grande y alargado, y sin embargo el título de cada una de las obras
ocupaba unas dos o tres líneas, casi a línea por trazo.
Opinión
muy particular de este vecino del mundo, es que empezamos a hablar de
arte cuando al ver la obra, sea del tipo que sea, el espectador
comienza a sentir algo, para lo cual no hace falta que el autor le dé
pistas con el título. Como hubiera dicho mi difunta tía Leocadia,
que se caracterizaba por llamar al pan, pan, y al vino, vino, sin
tapujos: - Por eso quizás algunas obras están en museos, o en galerías, que tienen que ver más con el mundo del dinero, porque sientes vergüenza al verlas. Y eso ya es sentir.
*FOTO: DE LA RED