Hace un rato he cogido el tren de cercanías en Bilbao. Y
antes de nada, para aclarar suspicacias, he de manifestar que ni me encontraba
bajo de moral, ni deprimido. Digamos, que estaba en ese estado que se suele
calificar como normal. Sin embargo, ha sido montarme en el tren y al ir a
sentarme, la joven que estaba al lado, ha cogido su bolso que se encontraba en
el lugar que yo iba a ocupar, y aunque yo le he saludado, ha sido incapaz de
contestar, o de al menos hacer el amago y levantar la cabeza de la pantalla de
su teléfono. Por un momento me ha venido a la mente esa frase tan
cinematográfica de “a veces veo muertos”, y he comprendido el lado negativo de ser
invisible.
Un gran sentimiento de soledad me ha invadido, y el mismo
vagón que hasta ese momento tenía las medidas normales para un vagón, de pronto
ha aumentado, y la distancia entre los pasajeros ha sido mucho mayor. De hecho,
ha sido entonces cuando he reparado en que nadie hablaba con nadie. Una gran soledad, compartida pero soledad al
fin, nos apresaba.
Aparte del runrún del tren, durante la media hora que ha
durado el viaje lo único que ha roto la monotonía en todo momento, ha sido el
ruido característico de ese pájaro “guasapero” que tanto une con la lejanía y separa al que
está al lado.
Todos los inventos, o al menos la mayoría, no son en sí
ni buenos ni malos, todo depende del uso que se les dé, y somos nosotros mismos
los que los estropeamos. Y me han entrado unas inmensas ganas de hacer algo
políticamente incorrecto, y gritar a voz en grito: -Que alguien mate al dichoso
pájaro.
Como ya sabéis los que os acercáis a esta ventana, este
vecino siempre intenta ver las cosas desde otro punto de vista, y el citado
viaje y el pajarito separador me
han ayudado a dar otro sentido a la película del denominado mago del suspense, “Los
pájaros”. Y los de ahora, bajo el señuelo de la unión instantánea,
matan de incomunicación.
FOTO: DE LA RED
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