Si de algo se puede caracterizar el británico de a pie es
de ser demócrata de los de toda la vida,
y de que en teoría está acostumbrado a dar su opinión desde hace muchos
años, especialmente cuando tiene una “bitter” o una “lager” en su mano,
marcando territorio en el pub de toda la vida, o encima de una caja en Speakers
Corner, de Hyde Park, los domingos por la tarde.
Muchos de nosotros, en cambio, por cuestiones de edad,
somos “demócratas sobrevenidos”, y aunque menos dados a mostrar nuestra
opinión, cuando el “paisaje” nos es propicio también “largamos”, y en muchas
ocasiones ponemos más ahínco que la Patiño y su vena del cuello, intentando rebatir
a un contertulio.
Quizás por esa historia nuestra, y los años de dictadura
que nos precedan, más que de coloquios pecamos de soliloquios, porque “nuestro
yo”, qué le vamos a hacer, siempre tiene razón.
Últimamente andamos de capa caída, ya que uno de nuestros
nichos de opinión más importante, que es el del jubilado, por aquello de la explosión
y consiguiente desinfle de la burbuja inmobiliaria, ha perdido muchos lugares y
metros cuadrados en dónde opinar.
Encontrar una valla de obra, homologádamente amarilla,
donde el varón jubilado pueda apoyar su pie en claro homenaje a aquellos
conquistadores de antaño, que ponían el suyo en tierra indígena, y hablar sobre
el desarrollo de la obra, ya es más que una quimera. Y si añadimos los ajustes
económicos del gobierno que devienen en desajustes de nuestros bolsillos, cada
vez es más difícil dar nuestra opinión, entre copa y copa, o entre pintxo y
txikito, porque opinar por opinar, por mucho espíritu democrático que se tenga
no tiene ningún norte, o sentido.
Y es que, al final, ¿de qué sirve opinar si no tienes nada que llevarte a la boca?
Y es que, al final, ¿de qué sirve opinar si no tienes nada que llevarte a la boca?
*FOTO: DE LA RED
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