Ha caído en mis manos, he
tenido la suerte de poder ver (uno tiene amigos con posibles) una película de la última hornada, pero que pasó
más bien desapercibida durante su periplo, por las salas de cine. Y como este
vecino está convencido del poder del boca a boca, va a romper una lanza, e incluso
el incomprensible silencio para que la gente mueva su trasero y compre una
copia, o la alquile en los lugares habilitados para ellos. ¿Por qué? Porque
cuando menos es una película interesante; en mi opinión particular: más que
eso. Y a los que nos gusta el cine nos debería preocupar que los que lanzan un
producto al mercado, no ya que se hagan millonarios, sino que cuando menos
puedan sobrevivir, e incluso algo más, para que puedan continuar con su oficio
de contar historias…
Hablamos de una película
argentino-española, y no al revés, ya que por de pronto “huele” a Argentina por
los cuatro costados: “Al final del túnel”.
El argumento, que te dejará
clavado en tu butaca, o en el sillón de tu casa, tiene como protagonista a Joaquín
que, punto importantísimo, está en una silla de ruedas y, como iremos viendo, consecuencia del drama familiar del que viene. Su casa, prácticamente la mitad,
o más, del decorado de nuestra aventura, es triste, descuidada y sucia, e
iremos comprobando que conoció tiempos mejores. El
triste y continuo silencio es roto por Berta, bailarina de striptease, que
junto a su hija Betty, aparecen, en uno de los peores momentos personales de
Joaquín, como respuesta a un anuncio que puso para alquilar una habitación, y
del que pretende desdecirse. Su presencia alegrará la casa y la vida de
Joaquín, se supone, aunque con lo que está aconteciendo, a los espectadores nos
traerá más nervios, porque una noche, trabajando en su sótano como informático,
Joaquín escucha un debilísimo ruido. Nos daremos cuenta entonces de que una
banda de la peor calaña construye un túnel, que por esas casualidades de la vida, y
del guion, pasará bajo su casa, con la intención de robar un banco
cercano.
Hay un altísimo nivel interpretativo,
como ya comentado, con un en estado de gracia, Leonardo Sbaraglia, que para no
poder andar, no para, en un continuo alarde físico, dejándonos a todos al borde del infarto. Los malos, son
todos de dar de comer aparte: Pablo Echarri, a su vez en labores de producción, Javier
Godino, Walter Donado, y un Federico
Luppi en un papel más que resultón.
Lo de Clara Lago merece un
párrafo aparte. Su perfecto acento porteño, dicho por los mismísimos porteños,
acentúa aún más su esfuerzo por hacer suyo un papel que dista años luz de la
imagen que hasta ahora tenemos de ella. Pero de eso trata “actuar”, de romper
moldes, de sorprender. Y Clara Lagos una vez más nos sorprende, especialmente
para los que seguimos su carrera, y evidentemente la hemos vista pasar de niña
a mujer, y ahora a madre, aunque un tanto peculiar. Me da la impresión de que si ella quiere al menos, en muy poco tiempo, ya ha empezado, se la van a rifar en el extranjero. Aunque ella, Clara, ha dado muchas muestras de tener los pies en el suelo, y eso ya es una garantía.
El guion y dirección es de
un Rodrigo Grande atinadísimo como director, que ha puesto a
punto cada uno de los instrumentos para
que la sinfonía suene aunque algunas veces sus notas nos pongan muy nerviosos, e incluso nos incomoden.
Entre sus directrices, y la ocre y oscura fotografía de Félix Monti, la cinta
tiene un punto de teatro, de obra en sitio cerrado, aunque haya escenas rodadas
en Tenerife. Porque no hay que olvidar, y no voy a dar pistas, que mientras la
mayoría de los personajes se pueden mover como resortes, alguno quizás necesite
de la palabra para utilizarla como arma de defensa, que se presenta, además,
con extremada contundencia…
Si en algún momento se puede vislumbrar algo del engranaje que nos llevará al final, tampoco importa, porque eso nos ayudará a respirar un poco, sabiendo que por lo menos hay alguna esperanza.
*FOTO: DE LA RED