Los mozos acaban de terminar el tercer canto al santo.
Juan comienza a sentir una aceleración en sus pulsaciones mientras termina sus
últimos ejercicios de calentamiento.
Como la mayoría de los que le rodean, ya ha puesto su
camisa y pantalón en modo “Blanco San Fermin”, y en su caso ha pasado de una vestimenta azul tejano “casual”
a un blanco inmaculado. Mientras, su cinturón-pantalla que normalmente emite publicidad contratada muestra ahora un
explicativo rojo sangre.
La calle está abarrotada de gente, mozos, en gran numero atletas profesionales, venidos de muchos países, se agolpan a lo largo de ella. Las fachadas digitales
de las casas que normalmente están en “modo casa de pueblo” ahora emiten
anuncios de productos de la tierra. En este momento, el blanco de los
espárragos en pantalla, le traen a Juan el recuerdo de astas como las que en
unos momentos puede que destrocen su cintura. Precisamente por ellas no se
ha puesto un pañuelo al cuello, intentando evitar un posible estrangulamiento de
las bestias. Su carrera tiene que ser la mejor, y además, no debe de olvidarse
de mirar hacia arriba de vez en cuando, donde se encuentran más de doce cámaras
sobrevolando en pequeños drones.
Juan saca de su bolsillo su tableta digital mientras la
despliega y dobla. Su pantalla ya está en modo “Periódico Siglo XX”. Mientras,
el chupinazo indicando el comienzo del encierro golpea sus tímpanos.
Tiene que ser reconocido, querido y votado por los
espectadores de la primera retransmisión global de la historia.
Juan sabe que antiguamente existió en su país un
estamento al que se recurría para cuidar la salud. Ya nadie podía contarlo de
primera mano pero eso fue así. Sin embargo desde hace muchos años, la sanidad,
como incluso el gobierno, están en manos de compañías privadas. Por
eso, el premio de un millón de euros al mozo más arriesgado de estos encierros
tiene que ser suyo, aunque sea a título póstumo. La posible curación de Olivia,
su hija, depende de ello.
*FOTO: DE LA RED
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