Hace muchos años aprendí que la noche es la verdad. Es el momento en el que los gigantes de la
memoria se despiertan, el reino de lo sabido y ocultado. El rastro que queda de
los dioses del miedo.
La noche es la bruja de los cuentos, el hermano malo del bueno, la cara oculta del Edén, la verdad de la mentira. La noche es el sonido del
silencio, la sombra del día, el recuerdo de lo que se quiere olvidar. La noche
es el vestido del ladrón, el cobijo del amante, el castigo del engañado. La
noche es frío para el soltero, la soledad del viudo, la verdad del amargado.
En el mundo de los conquistadores la noche es terreno
inconquistable, las arenas movedizas de la memoria, el planeta cuestionable de
lo que no se cuestiona. La noche es un susurro constante de lo que quieres
olvidar, la cicatriz de la herida, el telón del teatro de la vida.
Los años pasan, y el miedo a la noche contínúa. No existe
una escuela para aprender a dominar la
noche, a domarla, a leerla, porque la noche es el lado salvaje del reprimido,
la rotura del acero bien templado, el final del terreno conocido, el lugar
donde no sirven los mapas.
Aunque te quiera olvidar la noche es tu aliada, porque susurra
tu nombre en deseos interminables, porque me recuerda a aquella vida contigo. Ahora, sin embargo, son noches capadas, sin la luz de tus besos, de tus susurros, sin el
salvoconducto a la felicidad.
Si la noche es la verdad, el resto es mentira, mentira
para olvidar tu ausencia, para emborrachar mis sentimientos, pero nunca te podré
ver, no doble, sino una simple vez más, para decirte los “todavía” que tengo
almacenados, porque todavía te tengo presente, como a la noche en que decidiste
dejarme, y las sombras que todavía me cubren.
*FOTO: DE LA RED
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