Haciendo limpieza en mi atalaya desde la que observo la
vida pasar, me he encontrado con multitud de recuerdos abandonados sin ningún
orden ni concierto, dejados según terminados de vivir, como caían en el baúl del desdén.
Hay un ligero olor a ayer que lo inunda todo. He abierto
las ventanas de par en par para que escaparan los sonidos que a modo de bandas
sonoras se pegaban a las paredes negándose a abandonar el lugar que les ha querido
durante tanto tiempo.
Hay un ligero olor a felicidad, en pequeñas dosis, difícil
de encontrar, y tan difícil de olvidar. Un olor que nunca empalaga, con cierto
recuerdo a salitre, a moreno de piel y eco de gaviotas. Por cierto, qué triste
es esa imagen de nuestros días en que puedes encontrar a las mismísimas
gaviotas perdidas en la mitad de una gran ciudad, algo tan extraño como buscar
la virginidad en una recóndita casa de lenocinio.
Me ha parecido encontrar una sombra de juventud, pero solo
era un desconchado de pintura, como los años que visten nuestra piel. Mientras
algunas personas intentan disimular el tiempo con chapa y pintura de muy diversa
índole, otros nos tomamos el paso del tiempo, y las primeras y segundas arrugas,
como medallas que el tiempo nos pone. Y es que lo importante es resistir al
mando del barco, de tu cuerpo, sin temor a todo tipo de tormentas, o incluso a
mares en calma chicha con sabores de indiferencia y olvido.
Haciendo limpieza en mi atalaya encuentro recuerdos no
recordados, escenas jamás escenificadas, porque fueron tan solo bosquejadas en
un cuaderno de deseos incumplidos, y tan olvidados como aquella vez en que
descubrimos que el amor es un tipo de flor que con el tiempo se marchita, y que
solo se puede regar con la ilusión del día a día.
*FOTO: DE LA RED
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