Algunas veces uno piensa que tiene su vida
controlada, y ésta, la vida, y sus mensajeros, de vez en cuando te dan bonitas
sorpresas. El mensajero de ayer, La Nuri, mi sufrida, que como normalmente se
suele decir, me engañó como a un bellaco, y …¡sorpresa!¡sorpresa! Solo faltaba
Isabel Gemio, y sinceramente no la eché de menos. Lo que pensaba que iba a ser
un paseo por Bilbao, se convirtió en una preciosa velada viendo, y saboreando, el musical “Los
Miserables”, en el Palacio Euskalduna.
Si ya se comienza con un regalo sorpresa de
la persona que más quieres, digamos, que todo es más fácil para que ese día
especial acabe bien, pero el citado musical lo merece.
Este vecino no se quiere referir a este
musical, como un espectáculo, porque es, mucho más. Es una obra maestra de
principio a fin, porque hay que tener en cuenta que el argumento no es la
alegría de la huerta, precisamente. Es un drama, sin anestesia. Se va a sufrir,
y lo que se obtienen son lloros diferentes, comprobando la belleza que puede
haber en una historia triste.
Más de una escena se convierte en auténtico
aguafuerte, con movimiento, pero aguafuerte impresionista (basados en
ilustraciones originales del mismísimo Victor Hugo), especialmente porque "impresiona". Como sorprende el comprobar el cariño que se ha puesto por todos
aquellos de los que de una u otra manera
depende este montaje.
Los actores, no son conocidos por el gran
público, pero son perfectos en su perfección.
Nicolás Martinelli encarnando a Jean Valjean,
eficaz en su vertiente de hombre rudo, e inmenso en su lado espiritual, con una
voz llena de matices y unos agudos que a este vecino le llegaron a recordar al
Luis Mariano de su mejor época.
Ignasi Vidal, “el malo” de la historia, un Javert
que no puede comprender que un hombre siempre está a tiempo de escoger el lado
bueno. Su presencia en escena, y especialmente su voz de bajo, le hacen el
contrapunto perfecto al lado bueno de la historia. Su última escena, por no
desvelar más, es impresionante, una mezcla entre una superproducción, y la
magia.
Elena Madina, como una delicada Fantine que está para comérsela,
y que tiene la suerte de poder cantar el tema estrella de la obra “Soñé una
vida”.
Mención a parte merecen las dos jóvenes, ambas
excelentes también, pero son el contrapunto la una de la otra: Cosette, interpretado por Talia
del Val, con claros registros líricos, y que nos deja en algunos momentos sin
respiración por su perfecta ejecución de la obra.
Sin embargo, para este vecino, desde el
primer momento “su ojito derecho” es Eponine, encarnado por Lydia Fairén, con
una voz melódica en contrapunto a Cosette.
Eponine no pide amor, solo da, hasta
la inmensidad, y a cambio recibe el amor desde la cuarta pared, desde el
público, ese mismo que sabe que su amor no lleva a ninguna parte, o sí,
tristemente a una…
Cosette es el germen de la mujer moderna, y Lydia Fairén pide a voces un productor que le
saque del anonimato, aunque a nosotros nos guste así, solo descubierta para
nosotros.
Para terminar con el reparto, no hay que
olvidar al dúo cómico, por denominarlo así, que son: Thénarider, con un
divertidísimo Armando Pita, y Madame Thénardier, con una Eva Diego, que, en el mejor sentido, se come a todos.
Son los personajes más reconocibles de la trama, y los puedes encontrar en
cualquier momento en nuestra sociedad actual. Personajes dispuestos a salir a flote
aunque siempre naden entre la basura.
Con una producción que no escatima en los
últimos adelantos técnicos, incluyendo proyecciones digitales, pero puestos al
servicio de la trama, y no al revés.
La obra se puede resumir como una
concatenación de actos de amor: Jean Valjean con Fantine, con Cosette, y con el
mismísimo malo de la historia; Fantine con Cosette, y ésta con su padre y con
Marius. Y, por supuesto, de la parte de producción con el espectador, al que, y
visto lo visto, quiere por encima del mero negocio.
Que no os la cuenten, id a verla, no os arrepentiréis.
*FOTO: F.E.PEREZ RUIZ-POVEDA
No hay comentarios:
Publicar un comentario