A este vecino del mundo siempre le han encantado las
navidades, aunque considera que para él al menos siempre han sido un poco
descafeinadas. Ni ha nevado nunca, en el lugar en el que me he encontrado,
hasta quedar casi incomunicados, ni los vecinos salen por la noche con una
sonrisa en la boca, abrazados unos con otros y tocando una zambomba, si es
Nochebuena, y con gorrito y serpentinas en el pelo si es Nochevieja.
Nunca he tenido unas navidades de manual, y ya desde que
me enteré de que los Reyes Magos en realidad no tenían sangre azul, ya me
entendéis, la cosa fue a peor.
Pero quizás el punto culminante de desprestigio para las
Navidades, y anticipo que ya sé que es una tontería pero a la larga me afectó,
tanto como puede afectar la gota malaya, es cuando me contaron el chiste del
árbol de navidad y el cura. Me imagino que ya muchos lo sabréis.
¿En qué se parece un árbol de Navidad a un cura? Pues tan
sencillo como que los dos tienen las bolas para decorar. Aunque visto lo visto
con todo lo que tiene montado la Iglesia últimamente, mejor no menearlo. Me
refiero al tema, y no a las bolas, claro.
Y quizás esa cierta desazón con respecto a las navidades
venga a que la mayoría de las veces, y como todas las fiestas en general, son
simplemente de atrezo, de bolas vacías, sin testosterona en los abrazos.
Fiestas en las que lo importante siempre es la forma y no el fondo. Como diría
mi madre, vestirse “de tiros largos” y sentimientos cortos.
Y eso, sin hablar del ritual de los propósitos para el
nuevo año.
Tengo un amigo que como siempre le pasa, no cumple ninguno, ya ha optado por ni plantearse unos nuevos para el año que ya está tomando la última curva, y mediante el ordenador, escribió hace ya un tiempo, en una hoja de folio, los propósitos de siempre y la plastificó; más que nada para que no se le humedezcan los propósitos con el cava que sin duda correrá esos días.
Tengo un amigo que como siempre le pasa, no cumple ninguno, ya ha optado por ni plantearse unos nuevos para el año que ya está tomando la última curva, y mediante el ordenador, escribió hace ya un tiempo, en una hoja de folio, los propósitos de siempre y la plastificó; más que nada para que no se le humedezcan los propósitos con el cava que sin duda correrá esos días.
Nunca le he comentado nada a Ramón, mi amigo, pero al
recordar la hoja plastificada, me imagino a los sentimientos plastificados
también. Una especie de preservativo sentimental para que no se mezclen tus
sentimientos con los de otros, y la citada comunión de sinergias no se extienda más de lo estrictamente necesario. Porque una cosa es la fiesta, que puede
durar unos días, y otra que te plantees cambiar toda la vida por un exceso de
fervor navideño.
Y es que tristemente al final de las navidades, y fijaros
bien, cuando guardamos en un cajón todo el atrezo navideño, seguramente
enganchado en el espumillón plateado, también se quedan guardados esos buenos
propósitos que debían primar en ese nuevo año.
Ya para terminar por hoy, este año, y llámenme loco, he
optado por un árbol bastante pequeño, un poquito de espumillón, y nada de bolas, mentiras, que me traigan malos recuerdos. En la esquina de cada una de las pocas ramas que
tiene el pequeño árbol, una llave, cada una de un color diferente, y escrita en
ella un deseo. Tras la última campanada televisiva cogeré tres de las llaves al azar, como si fueran deseos al genio de la lámpara, e intentaré durante todo el año abrirlos a
los demás y que se cumplan.
*FOTO: DE LA RED
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