Como
ya os dije hace un tiempo, estoy siguiendo una dieta para adelgazar,
porque dieta para engordar no me hace falta, ya que en eso soy todo
un experto, e incluso, utilizando una palabra que ahora está de
moda, puedo ejercer de un estupendo “coach” o entrenador,
con la salvedad de que al decir coach, mi tarifa sube.
No
sé si será por eso, pero llevo un tiempo en el que viajo más por
la pituitaria que en autobús. Ayer, tras dar un paseo al lado del
Urumea, y cuando me dirigía a casa, fui invadido por un olor a sopas
de ajo, que me recordaron a aquellos años, finales de los sesenta /
principios de los setenta en que este vecino del mundo se ventilaba
un día sí y el otro también, unas sopas de ajo y una tortilla de
patata, que para sí la quisieran los amantes de la nueva cocina
vasca. Eso sí que era comida casera, rica, rica, aunque no llevara
perejil, y lo de “autor” solo se utilizaba para aquellos señores
tan listos que escribían, y que salían por la tele en blanco y
negro.
Entonces
no existía ni el colesterol bueno ni el malo, ni la cocina
mediterránea. El único “lecho” que existía era “la piltra”
o cama. Muy lejos estaba el utilizar esa palabra, lecho, para
referirse a la primera capa de un plato. Te hubieran sacado una foto
de haberlo dicho, y una cámara de fotos tampoco la tenía
cualquiera.
Si
ibas a un restaurante, cuando ibas, en muy contadas ocasiones, el
menú del día era sopa y dos platos, con postre, y lo más
importante, con mantel de tela, aunque personalmente siempre salía
medio mareado por el humo de los puros que se atizaba la gente, y el
primero mi padre. Ya que, el ir a un restaurante en sí, significaba
un día especial, y un día de esos, sin puro no era nada.
¡Bueno,
a lo que iba! Sé, y es triste reconocerlo, que con todo el dinero
del mundo ya no podría comprar un menú que me supiera como aquel,
y es que siempre se reconoce el valor de lo pasado, incluyendo el
momento y las vivencias de entonces, y eso, es imposible.
De
todas maneras, me niego a reconocer que habrá algún momento en que
añore el ahora, con lo mal que va todo. Y si ésto ocurre, tiemblo
solo de pensarlo, significará que los tiempos siguientes serán
peores. Y habrá que atarse los machos, y las hembras también, que
para algo siempre hemos luchado por la igualdad.
La
verdad es que un gobierno que no distingue entre manifestaciones de
un millón de personas y de treinta y cinco mil, es para echarse a
temblar de cómo van a salir las cuentas del país. Lo dicho: a
atarse los machos.