Algunas
veces no soy yo quien elige el tema para escribir, sino que éste me
elige a mi. Eso ha ocurrido esta mañana, cuando recién levantado
mis retinas en modo “autofocus”
estaban intentando amoldarse al entorno. Con un acto reflejo he
conectado la radio, y en ese mismo momento comenzaba la canción
“Andante,
andante”,
en su versión en inglés, de
Abba.
Ha
sido como recibir una inyección de adrenalina. Miles de imágenes
han inundado esas retinas del alma, incluso escenas que creía
olvidadas de un Londres de finales de 1978, hasta el comienzo de las
Navidades de 1981.
Mis
primeros días, comienzos de Diciembre, había nevado en Londres, y
para las cuatro de la tarde, prácticamente, ya se hacía de noche.
Pensaba que sabía inglés, y sin embargo no entendía ni “papa”
de ese inglés sin profesor que hablaba lentamente y con gestos,
mirándote, para que observaras el movimiento de sus labios.
El
único español que importaba al “inglesito
medio”
era Severiano Ballesteros, y para ellos era prácticamente su hijo.
Si llega ser un peñón, por ejemplo, ya se lo hubieran quedado
también. Y como yo no era “Sevy”, y estaban hartos de gente sin
sangre británica en sus venas, las pocas palabras que te cruzaban,
sin pagar por recibir clase de su “clase”, eran pocas, y si las
palabras tuvieran rostro, que lo tienen, serían mal encaradas.
No
quiero, sin embargo, que con estos pensamientos se malinterprete una
cierta hostilidad hacia La
pérfida Albión. Muy
al contrario, pero como dijo una vez Gonzalo Torrente Ballester,
todos tenemos nuestros
gozos y sombras,
y gozar, también, gocé mucho en Londres, y eso que era, en mi caso,
un Londres para cortos de bolsillo, e inmensos en ilusión.
Hacía
mi vida, prácticamente, entre Holland Park y Notting Hill Gate,
antes que se hiciera mundialmente famoso por una historia que
realmente pudo pasar, pues era fácil poder encontrarse con caras
conocidas del celuloide, como Terence Stamp, Edward Fox y Bob
Hoskins.
Sin
embargo, siempre recordaré la mirada triste de un David Hemmings,
buscando el ser reconocido por aquel con quien se cruzaba a la salida
de Holland Park, que en ese caso era este vecino del mundo, cuando
todavía no había elegido ser vecino del mundo, aunque ya lo era.
Acostumbrado
a verle joven y pletórico en la pantalla, me pareció, al cruzarme
con él, muy mayor, y es que el original rubio de su pelo había sido
ocultado por un blanco implacable. ¡Lo que hace la indolencia de la
juventud! Calculando, muchos años después, solo tenía, si ya los
había cumplido, cuarenta años. Y es que el Señor Hemmings, tuvo la
suerte, o la desgracia, de triunfar muy joven, y así tuvo por
delante mucho tiempo también, para ser olvidado.
Nunca
más he vuelto a Londres, aquel Londres, en el que no importaba las
pintas
que llevabas, sino las que bebías de cerveza, rubia, roja o negra.
Quizás, esos mismos colores, sirvan para resumir una vida. El rubio
para los momentos inocentes y juveniles. El rojo para la de plenitud,
y el negro, para lo que irremediablemente siempre viene, aunque no se
le llame.
Nunca
he querido volver a mi añorado Londres, por no cambiar mi
película,
pero más pronto que tarde habrá que añadir un nuevo capítulo. Ya
que las buenas historias, se venden, por lo menos, en trilogía.
*FOTO: DE LA RED